| Publicado el 13 noviembre 2015
“En la terminología guerrera”, señala Ernesto Che Guevara en La guerra de guerrillas, “se entiende por estrategia el análisis de los objetivos a lograr, considerando una situación militar total y las formas globales de lograr estos objetivos”. Estrategia, en otras palabras, es un concepto que se distingue por el punto de vista total: dentro de las consideraciones estratégicas, todas los factores y condiciones pueden variar, algunos inclusos pueden ser alterados directamente. El horizonte temporal de la estrategia se contrapone al de la táctica, que considera la realidad inmediata de la lucha, una situación que se distingue por sus condiciones fijas y la imposibilidad de variar o alterarlas directamente. Continúa Guevara sobre la “apreciación estratégica”: “desde el punto de vista de la guerrilla, es necesario analizar fundamentalmente cuál será el modo de actuar del enemigo. Si en algún momento es válida la apreciación de que el objetivo final es destruir completamente a la fuerza opositora, en el caso de una guerra civil de este tipo se encuentra el ejemplo clásico […]. Debemos adecuar nuestra estrategia a estos estudios, considerando siempre el objetivo final de derrotar al ejército enemigo”.
Aquí el Che habla directamente de la estrategia militar guerrillera, no de toda su concepción política más amplia. Sin embargo, hay que reconocer que el paradigma guevarista hace de la metáfora de la guerra su fundamento teórico. El pensamiento del Che se trata de hecho de un manual para hacer la guerra, como se constatará en todos sus escritos hasta el último: “Crear, dos, tres muchos Vietnam es la consigna”. Y no se trata de cualquier manual: en un sentido profundo, la tradición político-estratégica inspirada por el Che concretizó los cimientos del debate en torno al accionar político de la izquierda latinoamericana durante gran parte de la segunda mitad del siglo XX. Por mucho tiempo, la discusión estratégica se asumió–con el Che de referente inmediato o no–como una definida por el campo de batalla, literal o figurado, de la dominación, ya sea estatal (interna) o imperialista (externa). En ese campo se enfrentarían directamente dos vanguardias, una representativa del pueblo y la otra del gobierno lacayo del imperialismo, en pugna por la conquista de los aparatos represivos del Estado.
Daniel Bensaïd (1946-2010), uno de los filósofos marxistas con vínculos directos al socialismo revolucionario organizado más importantes de la segunda mitad del Siglo XX, fue una de las figuras sobresalientes en la elaboración de nuevas propuestas estratégicas en el marxismo occidental. Su propuesta toma como punto de partida precisamente la debacle histórica de la lucha guerrillera latinoamericana inspirada por el Che.
La derrota había sido prácticamente total. En sus memorias, Una lenta impaciencia (Une lente impatience, en fracés) Bensaïd, quien fue uno de los encargados de coordinar asuntos político-militares en Suramérica por la Cuarta Internacional durante los 1970, describe la trágica realidad de como todos o casi todos los militantes sudamericanos con quienes trabajó directamente durante esa década habían sido arrestados, torturados, desaparecidos o eliminados. La estrategia guerrillera había encontrado su límite y en ese contexto desesperado se comenzaron a reformular las formas de resistencia.
¿Cómo sostener la resistencia incluso en los momentos más oscuros? Y, sobre todo, ¿cómo no sólo sobrevivir, sino abrir el camino a nuevos triunfos? La paradoja parecería ser que fue en ese momento, en la oscuridad de las dictaduras y cuando ya se anunciaba claramente el nuevo orden del neoliberalismo y el “fin de la historia”, que se pudo ver claramente una vez más el inmenso abanico de posibilidades aún sin explorar que podía tener ante sí la izquierda revolucionaria, hasta entonces maniatada por los paradigmas organizativos del periodo primordialmente leninista de su historia. Para mantener la fidelidad a esa tradición revolucionaria suprimida debemos comenzar por subrayar que aún no hemos visto todas las posibilidades y caminos de posible salida y destrucción de los opresivos órdenes establecidos.
Como dice Paco Ramos al final de Los derrotados de César Andreu Iglesias: “nunca es derrota completa la que nos ayuda a descubrir el camino a seguir”. Aunque suene trágico–y siempre debamos recordar que cuando se invoca lo “positivo” de una tragedia, se está hablando comoquiera de una tragedia, de una derrota real, de un sufrimiento incluso fatal–debemos aceptar la derrota como nuestro único punto de partida.
Quizá la formulación de una teoría radical del populismo más influyente en la izquierda contemporánea sea la de Ernesto Laclau (1935-2014). Sin lugar a dudas, Laclau ganó su lugar en la historia del marxismo y la teoría política en general con el clásico moderno Hegemonía y estrategia socialista, que publicara en 1984 junto a Chantal Mouffe. Ese libro se presentó como el más fuerte cañonazo de lo que se conocería como post-marxismo (claro, que cualquiera que haya intentado determinar con precisión qué diferencia las divergentes tendencias del marxismo, post-marxismo y neo-marxismo sabrá que hace falta mucha suerte para averiguarlo). Los debates sobre qué significó la propuesta de Hegemonía nos persiguen, sepámoslo o no, hasta estos días: se trata tanto de una crítica al vanguardismo “clasista” como de una revaluación de los nuevos movimientos sociales; de una visión que da un valor primario a la producción y reconocimiento de la multiplicidad de subjetividades por sobre el intento de enterrarlas bajo la del antagonismo de clase definido como “burgueses contra proletarios”.
Desde entonces, Laclau fue desarrollando una teoría y propuesta abiertamente populista, que desarrolló extensamente en su obra hasta entrados los años 2000 y resultó igualmente controversial. Décadas antes, en Política e ideología en la teoría marxista (1977), Laclau ya había apuntado el problema teórico que presenta el populismo: “Sabemos a qué nos referimos cuando calificamos de populista a un movimiento o a una ideología, pero encontramos las mayores dificultades en traducir dicha intuición en conceptos”. En otras palabras, como muchos conceptos, el de populismo comienza y se estanca en la trillada e inútil expresión sobre la “definición” de pornografía: “no la puedo definir, pero sé lo que es cuando la veo”. El proyecto teórico de Laclau, en lo que tiene que ver con el populismo y más allá, fue desde el principio llevar acabo una traducción efectiva, deshacerse de la generalidad eufemística y darle especificidad conceptual a la práctica teórica.
Resaltan dos elementos de su teorización del populismo: el planteamiento de la “cadena de equivalencia” y el de la “frontera interna”. El primer término, la cadena de equivalencias, describe cómo el discurso populista se articula mediante una serie de demandas, usualmente diferentes y separadas, que comienzan a ligarse unas a otras de forma tal que al final con solo decir un nombre se han dicho toda una diversidad de reclamos particulares. La extensión extrema de este principio es la identificación total del movimiento populista con el nombre del líder, aunque no tiene que llegar a darse para que exista la cadena. Así, hablamos de Muñoz Marín o de Perón y nombramos mucho más. De hecho, la cadena existe siempre en el accionar político, aunque en el populismo adquiere y surge de una movida específica. Se trata de la constitución de una “frontera interna” en la sociedad, de un acto fundacional de “ustedes contra nosotros”. Es al trazar esa línea divisoria, al basarse el accionar sobre el antagonismo político, que se logra darle una intensidad real a todas las demandas recogidas en el movimiento. Finalmente, Laclau también identifica dos tendencias contradictorias en todo populismo: la dialéctica entre su carácter de movimiento que busca una ruptura política y su institucionalización una vez ha logrado sus objetivos inmediatos.
El problema principal de la teoría de Laclau sobre el populismo es que, además de tener un substrato nacionalista inescapable, termina por identificar política con populismo. Irónicamente, uno de los pensadores políticos contemporáneos más preocupado por la especificidad de lo político acaba por abandonarla y enarbolar el populismo como práctica universal, o al menos universalmente necesaria y aplicable. A pesar de eso y otras fallas, la teoría ha sido extremadamente influyente—sobre todo en proyectos tales como Podemos en España o en el kirchnerismo argentino.
De las reflexiones en torno a la derrota de las guerrillas latinoamericanas, un tema que también subyace el planteamiento de Laclau y Mouffe, surgió la estrategia que sería aplicada con mayor “éxito” que en ningún otro lugar por el Partido de los Trabajadores de Brasil–un proyecto con el que Bensaïd estuvo relacionado en sus inicios. En cierto sentido, se trató de una forma de populismo extremadamente comprometida y fiel a un ideal revolucionario. O al menos en sus inicios lo fue. Como ya se sabe, las contradicciones internas en ese movimiento llevaron a su liderato principal a deshacerse de los elementos más radicales para garantizarse la entrada en los espacios del poder. Se puso de relieve así la contradicción entre las posibilidades revolucionarias y las posibilidades del populismo.
Hoy, este problema está sobre la mesa no sólo gracias a la historia del PT brasileño, sino también al surgimiento de una serie de partidos o movimientos en Europa que se inspiraron directamente de las experiencias de las victorias de la izquierda latinoamericana reciente—incluyendo la brasileña, pero sobretodo de la venezolana a partir de las victorias históricas de Hugo Chávez y el movimiento que representó. En esta tendencia se encuentran proyectos diversos, radicales en mayor o menor medida. Desde Syriza en Grecia y Podemos en España, pasando por el resurgir del Sinn Fein irlandés, hasta el Frente de Izquierda en Francia y el propio Nuevo Partido Anticapitalista del que Bensaïd formara parte, todos estos movimientos presentan una puesta en práctica occidental de los nuevos experimentos estratégicos de la izquierda. Este nuevo populismo de izquierda requiere atención crítica. Sobre todo, debemos considerar seriamente estos proyectos porque ponen sobre la mesa esa locura con la que la izquierda no se ha permitido soñar por tanto tiempo: la victoria.
En la izquierda en Puerto Rico, el planteamiento de la necesidad de re-orientar la práctica hacia una línea popular y de masas amplia ha tardado más tiempo en llegar, aunque se puede observar ya sus primeros pasos en esfuerzos como la creación del Frente Socialista a instancia del Movimiento Socialista de Trabajadores a principio de los 1990—un proyecto que surgió precisamente durante el periodo del intenso desperdigamiento de la izquierda a finales de los años 80 que coincidiera con la caída de la URSS.
Sin embargo, el planteamiento estratégico del MST, rara vez nombrado y pocas veces elaborado a profundidad, se alejó paulatinamente de esa concepción. Desde principio de los 1980 el MST ya había hecho una crítica de la concepción militarista de la lucha, pasando a proponer una “lucha popular prolongada” donde se privilegia la lucha sindical y dejando atrás consignas como “Guerra y muerte al imperialismo” y “Puerto Rico en armas, ¡presente!”. Sin embargo, el camino que emprendió a partir de su salida del Frente Socialista en 2005 culminó con la vuelta sobre el camino leninista, aunque no al guerrillerismo burdo: en años recientes el Movimiento adoptó como estrategia privilegiada la construcción de un “partido de combate”.
Esta forma de organización política tiene como referente directo las luchas guerrilleras de los 1970, aunque parecería, a veces, que el partido del que hemos hablado busca asemejarse más a una guerrilla desarmada–aunque otras veces no quede tan claro. En uno de los pasajes más crudos de sus memorias, Bensaïd describe un encuentro con Mario Roberto Santucho en Europa. En una discusión en el apartamento de Ernest Mandel en Bruselas se vio cristalizado el problema que representaba la estrategia guerrillera en América Latina–así como las contradicciones del marxismo en Occidente. De una parte, Bensaïd y Mandel insistían en discutir las contradicciones de la revolución cubana y las vicisitudes del socialismo soviético. De otra, Santucho insistía en lo relativamente irrelevantes que eran esos temas: en sus ojos Bensaïd vio a la vez un nuevo Lenin y un comandante implacable salido de otro mundo, uno en el cual quedaba irremediablemente una sola división: amigos y enemigos. En su mente y en la realidad, Santucho lidiaba una guerra. Cuatro años después de ese encuentro, la guerra se lo llevaría como a tantos otros héroes de la lucha por la liberación latinoamericana.
Si bien la utilidad del concepto “partido” y sus definiciones es un debate abierto, el problema principal del “partido de combate” siempre ha sido el estatus y definición de la palabra “combate”. Si se imprime sobre este concepto el esquema del combate bélico, se reduce paradójicamente el campo de batalla. Quedan fuera toda una infinidad de posibilidades tácticas y estratégicas. Este pensamiento encadenado a un estrecho paradigma guerrero privilegia lo que Antonio Gramsci llamó “guerra de movimiento”–el enfrentamiento directo–por encima de la “guerra de posiciones”–la larga marcha por la construcción de una nueva hegemonía, una “reforma moral” de la sociedad, capaz no sólo de enfrentar la dominación opresiva, sino de sostener firmemente el triunfo de un nuevo proyecto emancipador.
Sería injusto, sin embargo, plantear que el MST ha sido totalmente ciego ante esta contradicción. La otra pata de su estrategia la constituye la práctica del llamado “trabajo socialista con la clase obrera”, o sea, la inserción del partido de vanguardia en los espacios estratégicos que le permitirán influir y dictar en una dirección revolucionaria los esfuerzos de la lucha de la clase trabajadora. Aquí el concepto leninista pertinente no es meramente el de vanguardia, sino también el de “eslabón más débil”. Es por esta razón, por ejemplo, que durante las jornadas de lucha contra la Ley 7 en 2008 el MST se opuso a las ilusiones tendientes al inmovilismo de quienes se jactaban de la “huelga general” que iban a hacer, una huelga que era por definición imposible. En cambio se propuso una huelga nacional de sectores estratégicos–más a tono con el nivel organizativo del movimiento obrero y a la vez capaz de explotar el potencial táctico de los obreros insertados en sectores estratégicos de la economía. Esta es además la razón por la cual el MST ha valorado la lucha sindical, especialmente la del magisterio, grupo que se encuentra insertado en un importante eslabón tanto dentro de la cadena de producción capitalista como de la de reproducción ideológica.
El problema es que en toda su propuesta estratégica, el MST siempre parte de la misma premisa. Se postula (aunque no se diga) como condición lógica previa de todo el análisis un abismo infranqueable entre una vanguardia “preclara” armada con la ideología correcta y las masas. La magnitud de la separación entre vanguardia y masa infunde todo el accionar político del MST limitándolo inevitablemente. Sólo si se desechan estas concepciones estrechas de la lucha será posible desarrollar los aspectos más positivos de su planteamiento estratégico. Esto implica la necesidad de reconocer que cualquier organización que desee buscar un camino revolucionario debe asumir como tarea principal ejercer un papel dirigente en el proceso de reconstitución y reconstrucción de espacios capaces de propiciar una nueva fuerza social con la amplitud necesaria para poder poner sobre la mesa un cambio al orden establecido. Esa tarea es–por razones históricas, empíricas y prácticas–incompatible con una reiteración de la estrechez del vanguardismo del “partido de combate”.
Irónicamente, la lenta disolución del Partido Socialista Puertorriqueño no sólo coincide históricamente sino que también se inscribe, al menos si seguimos los argumentos de su liderato, en la tendencia que ha privilegiado la amplitud sobre la pureza. La diferencia vendría a ser que la sustitución del Partido por un Movimiento de Liberación Nacional, respondió a la larga más al nacionalismo del liderato de ese partido que a su vocación hacia las masas. Lejos de crearse un movimiento más amplio, queda claro que la lenta agonía del PSP marginó políticamente a la izquierda mucho más de lo que la expandió. Su énfasis sobre la desesperación producida por la amenaza asimilacionista reveló su incapacidad para asumir un proyecto a la vez comprometido con el pueblo y fiel a su potencial radical—objetivos que cabría preguntarse si alguna vez realmente tomaron en serio.
Más recientemente, la propuesta del recientemente re-inscrito Partido del Pueblo Trabajador se inserta precisamente en esta tendencia hacia la amplitud. Lejos de ser una excepción mundial, ese proyecto reúne muchas de las características del planteamiento estratégico de la Cuarta Internacional según articulados por Bensaïd, así como elementos más parecidos a los que dan vida a un proyecto como Podemos—entiéndase la estrategia abierta y orgullosamente populista, que en su versión española ha incorporado un cierto rechazo por el asociarse con la izquierda. El PPT, a su vez, se ha esforzado por distanciarse lo más posible del independentismo y del socialismo. Pero al mismo tiempo, no ha dejado de enarbolar ciertos preceptos propios de la lucha socialista, aunque ahora aparezcan como posiciones ya no anti-capitalistas sino anti-neoliberales–lo que se ha llamado su “obrerismo”. Sin embargo, estos son elementos que no se dan en un vacío histórico; parten de un reconocimiento de la marginación de la izquierda puertorriqueña y de una re-evaluación crítica de las contradicciones del populismo muñocista. Si bien no son repetición ni de una cosa ni de la otra, tampoco constituyen una panacea.
La propuesta del Partido del Pueblo Trabajador parte, en cierta medida, de un entendimiento particular de la estrategia populista y nos impone considerarla seriamente, sobre todo en su relación con proyectos más radicales. ¿Cómo puede una fuerza radical, hasta ahora marginada por la sociedad y la política, irrumpir en el escenario político y constituir un bloque capaz de derrotar un sistema que por más obsoleto que sea, aún no quiere morir?
Esta pregunta es el problema central que enfrenta la izquierda en Puerto Rico–así como en otras partes del mundo. La contestación empieza por considerar los factores que hacen del populismo una estrategia discursiva efectiva. Pero el problema se acentúa cuando intentamos vincular la solución populista con las promesas de un proyecto revolucionario: ¿cómo se mantiene la fidelidad al rompimiento radical necesario–rompimiento que se nos presenta como ineludible a partir del reconocimiento de la realidad concreta de los antagonismos sociales más profundos y del callejón sin salida que es el sistema imperante–a la vez que se constituye y construye un movimiento con la amplitud popular requerida, con la capacidad de “hacer política”, para darle fuerza a ese propio rompimiento?
Dos principios o lógicas político-estratégicas se enfrentan en esta pregunta: la lógica del rompimiento revolucionario y la de la ruptura populista. Definir, entender y considerar críticamente los modos de articulación específicos y las dialécticas particulares de estas dos tendencias necesarias para la construcción de la hegemonía es una tarea inmediata que nos impone la coyuntura. Al considerar este problema, tomemos como punto de partida una advertencia que no podemos escapar, toda vez que en todos nosotros existe siempre un recoveco intransigente que cree tener la respuesta antes de que se haya siquiera terminado de formular la interrogante: si esta pregunta tan fundamental fuera tan fácil de contestar “correctamente” por los oráculos, ya habría triunfado la Revolución.