| Publicado el 9 septiembre 2014
“Escandalizar a la burguesía” era el lema de un círculo de poetas franceses a finales del Siglo XIX. En el Puerto Rico de principios del XXI parece haber sido parafraseado por la “clase media” puertorriqueña. En su relación imaginaria con el resto de la sociedad (porque relación directa tiene muy poca), el intento de pequeña burguesía que tenemos en este país ama escandalizarse. Y hay que decir intento porque, en términos estrictos la llamada “clase media” no existe: se trata de un sector correspondiente a lo tradicionalmente denominado “clase trabajadora” que imagina (e imaginamos) ser otra cosa. Claro, que no por ser mera imagen ideológica deja de ser real, ni realmente amenazante.
Escandalizarse es su pasatiempo. Con afán desbordan desdén contra su objeto de odio favorito: el “lumpen”, que imaginan les roba todo lo que no tienen comoquiera. Una población marginada y empobrecida que les provee el blanco perfecto para vomitar frustración sin resolver problema alguno.
Ni las portadas de Primera Hora, los comentaristas radiales y televisivos o los políticos oportunistas crean el odio y el resentimiento. Simplemente movilizan y evocan algo ya existente. El odio de clase está latente. Pero la noción de que el sentimiento por excelencia de la clase trabajadora es la solidaridad es tan ideológica como el sueño americano. El odio también toma prenda de esa clase. Es el refugio ideológico de una clase trabajadora desmoralizada y una cuasi pequeña burguesía aterrorizada.
La desmoralización es un producto lógico de las condiciones objetivas. La “crisis” ha durado ya casi una década y no hace falta describir el desastre económico. La debacle social es lugar común. En términos políticos, tras que sólo una ínfima parte de la clase trabajadora se organiza sindicalmente, de esos la inmensa mayoría ha vivido la derrota o traición de sus uniones desde que fueron incapaces de cuajar la resistencia contra la Ley 7 bajo Luis Fortuño. Encima, ningún partido de izquierda cuenta con la fuerza política suficiente para dirigir o presentarse como fuerza de oposición creíble. Para colmo, miles hemos “abandonado el barco” encaminándonos a la incertidumbre que representa la vida en los 50 estados. ¿Cómo culpar a una clase que pierde fuerza en las rodillas y se desmoraliza? La izquierda, acostumbrada a las fábulas épicas, no debería permitir que el heroísmo de la lucha de algunos eclipse la realidad espeluznante de la victoria continua del Estado y el capital.
El terror de clase que aqueja a la “clase media” es también producto de condiciones objetivas, exacerbadas por la desconexión social entre esa clase y gran parte del resto del pueblo. Su encierro en una burbuja ideológica fraguada en colegios y urbanizaciones cerradas le impide conocer la realidad social del país. Sin embargo, sus ideas resuenan en toda la sociedad. De entre sus filas es que surge la muy “intelectualidad” orgánica del capital y la colonia. Y de un tiempo para acá esa burbuja imaginaria se ha transformado en un fortín ideológico impenetrable por la razón. En sus mentes, viven asediados por una horda mugrienta y por la patente realidad de que sus sueños americanos no son más que cuentos para obviar el hecho de que hoy son más trabajadores que burgueses. Su suerte está echada, pero no lo saben.
El odio que presenciamos es odio meritocrático, odio elitista, pero es también odio “obrerista”. Ciertamente es odio capitalista, pues encuentra su base en una exaltación del logro, monetario y mercantil, individual como la medida de cuanto vale la vida de una persona. Pero si esa es la medida del odio, no es su carácter. Este es un odio sobretodo en forma de resentimiento: su articulación básica es “ellos tienen todo sin merecerlo ni trabajarlo, yo trabajo y merezco, pero no tengo nada”.
Si hay alguna duda de que se trata de un sentimiento odioso e irracional sólo hace falta ver el desdén por los datos concretos que se adueña de las mentes de los resentidos. Desprecio por la historia de la pobreza en Puerto Rico, por los datos empíricos sobre las ayudas federales y el desempleo, por las investigaciones realizadas sobre la emigración, en fin, desprecio por la realidad constatable de la sociedad puertorriqueña. El resentimiento se alimenta de una ignorancia profunda. No hay de otra: para poder despreciar con tanta vehemencia hay que ignorar con gusto la realidad.
Un ejemplo: un desarrollador, o sea un capitalista que especula con mercados de bienes raíces, construye un edificio para el cual no hay demanda alguna. Dentro de un pensamiento puramente capitalista tradicional, ese desarrollador se merece la quiebra: su producto no fue aceptado por el mercado. Pero la magnanimidad del gobierno de Puerto Rico para con el capitalista es casi ejemplo de valores socialistas: el gobierno no puede tolerar su quiebra y para evitar el fracaso de la empresa utiliza sus recursos para asegurarle recuperar las pérdidas chupando fondos federales de vivienda. Así, el desarrollador se transforma en un verdadero parásito y el gobierno en el manso facilitador de su parasitismo.
Sin embargo, el odio “clasemedista” no lo ve así. El problema, como todos hemos debido constatar, son los pobres, los mantenidos. Vividores del trabajo ajeno y el progreso individual, ahora también se podrán dar vida a cuerpo de rey en la Milla de Oro. La irracionalidad es evidente.
Lo triste del caso es que el asunto del edificio está lejos de ser la única instancia de desborde de odio y desprecio contra los marginados y pobres. En las últimas semanas, las noticias parecerían venir más cargadas de lo normal. Hasta cierta bien pensante profesora de la Universidad, muy liberal y hasta chavista, se ha unido al estridente coro de voces iluminadas que despotrica contra los vagos parásitos del país. Si se mirara en un espejo…
Ahora, el desprecio que expresa la “clase media” y que despepitan los hacedores de opinión pública no se trata sólo de una excitación de la imaginación meritocrática. En última instancia, ese aspecto no es más que una expresión de frustración bastante impotente. De fondo, se trata de una concepción elitista de la vida humana. O más bien, de lo que no debería ser vida humana. No lo dirán, pero lo que expresan con su desprecio es la firme convicción de que hay vidas que no valen la pena ser vividas y, más preocupante aún, que las personas que las viven no vale la pena que vivan.
Una “clase media” aterrorizada es el terreno más fértil para los elementos más reaccionarios de toda sociedad. En Puerto Rico, la intelectualidad pequeñoburguesa tradicionalmente ha llevado la voz de los elementos más liberales de la burguesía. Incluso, sus sectores más radicales han sido un aliado importante de la clase trabajadora y el pueblo pobre. Obsérvese por ejemplo la historia del Grito de Lares, del PIP y el MPI-PSP e incluso los orígenes del PPD con sus campañas populistas contra el latifundio y el capital ausentista. Sin embargo, ¿qué impide hoy que esas energías y recursos, intelectuales y materiales, sean movilizados de forma antisocial y reaccionaria? La ideología corriente tanto en la pequeña burguesía como en gran parte de la clase trabajadora no se solidariza con la gente pobre, por el contrario, se asquea y la desprecia activamente.
En tanto emociones y sentimientos, el desprecio desplegado y la apatía por el sufrimiento ajeno enervan y disgustan cuando se mantienen inmovilistas. Pero si estos elementos, receptáculos gozosos del más fiero odio social, fueran a asumir una posición activa, serían una verdadera amenaza para la sociedad. Su impotencia puesta en práctica sería un arma reaccionaria; su frustración movilizada sería un canibalismo popular impresionante. Toda su acción sería una expresión desesperada de terror de clase. Sin duda alguna estarían condenados al fracaso –como todo en Puerto Rico, nunca superarían su propio subdesarrollo–, pero antes de morir acabarían por llevarse a Puerto Rico por el medio en una muy mediocre, pero no por eso menos fatal catástrofe.