| Publicado el 20 agosto 2017
Vivimos en un país donde los entuertos son la orden, porque un grupito, realmente minoritario, pero repleto de malas mañas y dispuestos a cualquier hijuelagranputada, se dedica a destruir lo que tanto nos ha costado. No respeta la propiedad ajena ni la integridad física de las personas. Ataca sin mirar a quien ni cómo lo afecta. A mansalva, sin piedad. Actúa de forma irreverente, como si sus integrantes fueran dueños y señores del país, como si creyeran que su violencia y abuso quedarán impunes por siempre. Y lo peor, ocultan su rostro cobardemente. Pretenden así seguir socavando los cimientos morales de un pueblo y al descubrir su cara, en la oscuridad del secreteo, pavonearse por ahí como si la cosa no fuera con ellos. Su fiereza y crueldad no parecen tener límites.
Sí, me refiero a ellos, a los acreedores, a los bonistas. Esos que atracan a todo un pueblo porque en sus bolsillos repletos siempre cabe más. El tambaleante acceso a la salud de la gente, la (in)seguridad en y fuera de las calles, la educación como garante de un futuro válido y deseable, la miserabilidad de los sueldos y de los retiros son nimiedades, baratijas, chaverías.
Los poderosos, por sus riquezas – mal habidas, no nos olvidemos -, nos han hecho pensar que se merecen nuestro sacrificio, como si a final de cuentas qué tuviera de malo, o pervertido, que varias generaciones de puertorriqueñas y puertorriqueños tengan que padecer miseria y necesidad. O que vean y sientan que lo que el estado y la publicidad prometieron por bueno y alcanzable se vaya a las pailas. No habrá píldora amarga ni sacrificio sin recompensa si ponemos en nuestras mentes y corazoncitos que todo lo que padezcamos será para alcanzar una sonrisa (la más amplia y babeante, y con colmillos por fuera, claro) de los encapuchados que el sistema capitalista y colonial defiende.
Nota al calce sin llamada- puedo mencionar a los encapuchados que develaría una auditoría de la deuda del país, pero ya habrá tiempo.