El sentido común en la era neoliberal

| Publicado el 22 septiembre 2019

Agustín Muñoz Ríos
Bandera Roja

“El sentido común es el menos común de los sentidos” afirmaba un profesor que tuve hace unos años, exasperado ante las preguntas de sus estudiantes. El sentido común es a quien clamamos cuando se falla en entender lo que debe ser una obviedad. Es aquello que se sabe sin que se nos explique, lo que es evidente en sí mismo para todo el mundo. “¡Sentido común!” exclamamos cuando alguien no sabe lo que cualquiera “con dos dedos de frente” debe saber o poder deducir.

Einstein dijo que el sentido común no es más que el conjunto de prejuicios que la mente ha acumulado al llegar a la edad adulta, y tenía razón. Se trata de las verdades inculcadas durante el proceso de crianza y socialización, aceptadas automáticamente, sin necesidad de evidencia. Todas las personas tenemos ese sentido común, que cumple unas funciones importantes en la sociedad. Por un lado, protege al individuo del peligro: todo el mundo sabe que si juega con fuego se puede quemar, o que andar en ciertos lugares le expone a varias formas de violencia. También establece las jerarquías y contextos sociales en que nos movemos: a quién se puede tutear, qué tipo de vestimenta, lenguaje y modales son apropiados en cada espacio, etc.

El sentido común tiene un carácter histórico: es decir, va transformándose a través del tiempo. Cada sociedad tiene un conjunto específico de verdades aceptadas que van cambiando según los procesos que vive. Gramsci hablaba del sentido común como una acumulación o precipitado residual de axiomas que van amontonándose en cada etapa. Es decir, hay verdades que se aceptan como sentido común que provienen de épocas lejanas, y que no necesariamente corresponden a las realidades actuales; algunas son remanentes de un pasado feudal, esclavista, o de etapas anteriores del capitalismo. El sexismo y el racismo, por ejemplo, son residuos de lo que fueron verdades aceptadas en otras épocas y que aún perviven, aunque no correspondan directamente a las necesidades específicas del capitalismo actual. Algunas de estas verdades van modificándose o echándose a un lado, y otras nuevas se van superponiendo, en la medida en que nuevas circunstancias lo hacen necesario.

¿Cómo ocurre esto? Es un proceso complejo que tiene que ver con la formación de lo que Gramsci llamaba hegemonía. La clase dominante no ejerce su dominación meramente con policías y cárceles; una gran parte se logra a través del consenso de los dominados. En todas las sociedades ese consenso se da porque las clases dominantes, aparte de controlar los medios de producción, gozan de mayor prestigio, y sus ideas tienen mayor difusión y aceptación. Esto es posible pues controlan lo que Althusser llamaba los aparatos ideológicos del Estado: las instituciones educativas, los medios de comunicación, las organizaciones de la sociedad civil, etc. A través de éstos, la clase dominante lleva sus ideas, visión de mundo y discursos: en una palabra, sus verdades. De este modo van moldeando el sentido común de acuerdo a sus necesidades. Decimos que lo moldea, y no que lo establece, pues no lo hace en el vacío. El proceso implica una relación dialéctica con otros dos conjuntos de verdades con las que esas ideas de la clase dominante necesitan negociar para volverse sentido común: por un lado, está el precipitado de verdades ya aceptadas previamente y que, como dijimos, provienen de épocas anteriores; por el otro lado, está la acumulación de experiencias de la clase obrera y demás clases subalternas, que disputan continuamente, en el curso de la lucha de clases, las verdades de la clase dominante y las verdades aceptadas.

el neoliberalismo es algo más que una serie de políticas económicas; también es un programa ideológico que se intenta imponer, y que avanza a pasos acelerados en el sentido común. El mismo consta, a grandes rasgos, de dos partes: la idea de que es necesario reducir el Estado, y el individualismo.

Es precisamente este combate ideológico, parte de la lucha de clases, lo que determina la forma en que la clase dominante empuja sus verdades en cada etapa histórica. La etapa actual se caracteriza por una ofensiva del capital que se ha llamado neoliberalismo. En pocas palabras, se trata de un programa político/económico, que busca eliminar las políticas de bienestar que se habían impuesto en el período precedente. En aquel entonces, tras la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial, el capitalismo determinó que la política a impulsarse sería una en que el Estado limitaría la anarquía de la producción que había imperado hasta entonces, al regular la actividad económica, asumir ciertas empresas neurálgicas, y proteger los derechos laborales, beneficios y salarios de los trabajadores. Sin embargo, ahora el capital busca desandar lo andado mediante la desreglamentación y desregulación de la actividad económica, la reducción en el gasto público, el recorte de los derechos laborales, el debilitamiento de los sindicatos, y la privatización de las empresas estatales. La libre competencia, que en la época anterior se vio como un mal necesario al que se debía poner coto para evitar sus excesos, hoy es planteada como la solución a todos los problemas.

Pero el neoliberalismo es algo más que una serie de políticas económicas; también es un programa ideológico que se intenta imponer, y que avanza a pasos acelerados en el sentido común. El mismo consta, a grandes rasgos, de dos partes: la idea de que es necesario reducir el Estado, y el individualismo.

La primera tiene varias expresiones. Evidentemente, en el programa económico impulsado está contenido lo que pareciera ser un empuje a reducir el Estado (llevado a sus extremos más absurdos en los sectores que hoy se autoproclaman libertarios en EE.UU.). Sin embargo, ese deseo de eliminar el Estado se les aquieta cuando la clase dominante necesita hacer uso de su elemento más característico: los aparatos represivos del Estado. Quienes impulsan la privatización y la desreglamentación son los mismos que claman por más policías, más cárceles, mayores penas, etcétera, especialmente si es para reprimir las huelgas, las luchas populares, y los delitos cometidos por las clases subalternas.

Es notable que ese discurso neoliberal (anti-estatal en la forma, pero no en el contenido) ha calado en el sentido común actual de nuestro país. Hoy día es común criticar al gobierno por ineficiente y corrupto, cosa que es en gran medida cierta. Como corolario a ello se admite como una verdad, sin evidencia alguna, que la empresa privada sería más eficiente y transparente en esas funciones (“ojalá los privaticen”, dicen con rencor y hasta envidia algunos). Se dice que los empleados públicos son demasiados, que no hacen casi nada, y que tienen demasiados beneficios. Nadie considera que muchas veces esa “ineficiencia” responde a las reducciones en personal y gastos operacionales que ya se han llevado a cabo precisamente por esta visión neoliberal, y la corrupción se da en gran medida por la política neoliberal de entregar las funciones estatales a la empresa privada. 

La segunda parte del programa ideológico neoliberal es la profundización del individualismo. Para que el programa económico avance con facilidad, es necesario que la sociedad asuma la libre competencia como el mecanismo principal para resolver los problemas económicos. En el modelo neoliberal, todos los individuos son libres e iguales ante el mercado, y cada cual compite buscando su propio beneficio: de algún modo, la “mano invisible” del mercado hace que la suma de todas esas búsquedas individuales redunde en el beneficio de todos. Según esta visión, la búsqueda del bienestar por medios colectivos (como la organización sindical, la lucha huelgaria, la legislación protectora de derechos adquiridos, etc.) no hace más que obstaculizar la acción del mercado que, se nos dice, se regula a sí mismo. No existe prueba alguna de que esto funcione así; de hecho, la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial demostraron lo contrario. Sin embargo, esta visión es aceptada como verdad por sectores cada vez más amplios de nuestra sociedad. Es por eso que, ante el desempleo creciente que producen las políticas neoliberales, la respuesta de la clase trabajadora es cada vez menos militante, y más centrada en aspiraciones microempresariales: apertura de pequeños negocios (desde puestos de limonadas hasta foodtrucks) o trabajo a destajo con ilusión de autoempleo (Uber, AirBnB). Nadie parece pensar que estas opciones no son factibles a largo plazo, y un sector cada vez más creciente de la clase obrera moderna vive oscilando entre intentos de microempresarismo y el subempleo de la industria de servicios. Mientras, la lucha sindical es cada vez una opción más lejana. Incluso, se han popularizado recientemente talleres de “empresarismo”, en que se pretende enseñar los valores y estrategias del mercado capitalista para aplicarlos a diferentes facetas de la vida.

Para las personas que queremos luchar por una sociedad más justa, es imperativo abordar el sentido común. En cada lucha particular, las verdades aceptadas de antaño chocan con las nuevas perspectivas que la experiencia va abriendo. Del mismo modo, la clase dominante busca amoldar cada vez más el sentido común a su conveniencia. Hace falta despertar y fomentar el pensamiento crítico: ese que nos hace cuestionar continuamente esas verdades, a la luz de la evidencia. Éste es una de las herramientas más importantes para la construcción de una nueva sociedad.