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BREL1| Publicado el 9 abril 2013
Mi canto es de los andamios
para alcanzar las estrellas.
– Víctor Jara
Para Miguel, porque nos enseñó a mirar las estrellas, y para quienes nos siguen enseñando todos los días. Y para Leo, porque le gustan los zombies. Gracias a SKS por sus valiosas sugerencias y comentarios durante tantas conversaciones.
Imagina un mundo donde todo lo necesario para sostener y mejorar la vida humana se produce de forma automatizada. La comida, la medicina, la ropa, y todas las necesidades y comodidades básicas, así como la infraestructura física y tecnológica de la vida moderna, y sus partes de reemplazo, son producidas, mantenidas y en gran parte distribuidas por máquinas que a su vez son producidas, mantenidas y operadas por otras máquinas.
¿Qué sentido tendría exigir que todos los seres humanos “trabajen” en una sociedad como ésta? Ninguno. Se produce lo suficiente para todas y todos, y cada cual es libre de desempeñarse en aquello que genuinamente le interese o le apasione, sin necesidad de recibir por ello un medio universal de intercambio (“dinero”).
Aquellos humanos que se inclinan hacia ello, se dedican a supervisar y dar mantenimiento técnico a dichos procesos. Otras y otros se dedican a la investigación científica; a las artes; al deporte; a la producción de ideas y conocimiento; al cuidado físico, emocional y espiritual de otras personas; a ofrecer sus talentos y servicios a la comunidad. Quienes desean un descanso para simplemente disfrutar la vida lo hacen en el momento, coordinando con otras y otros que pueden asumir sus responsabilidades. Todas y todos disponen de suficiente preparación y tiempo para participar libremente en la toma de decisiones que afectan a toda la comunidad (lo que antes llamaban “política”), y nadie tiene motivos para agredir, engañar o intentar beneficiarse a costa de los demás.
Suena fantasioso, ¿no? Se trata sin duda de una utopía: un “no-lugar” que nunca ha existido. O mejor digamos, manteniendo los pies en la tierra mientras miramos las estrellas, una hipótesis. Sin embargo, hoy nos encontramos más cerca de ese no-lugar que nunca, y a la vez más lejos.
Más cerca, porque la capacidad tecnológica y científica colectiva de la especie humana casi ha alcanzado el nivel de desarrollo necesario para llegar a él. La base tecnológica que lo haría posible ya existe, y solo requiere continuar desarrollándose: nanobots (máquinas microscópicas capaces de manipular estructuras moleculares), 3D printing (máquinas capaces de reproducir prácticamente cualquier objeto según sus especificaciones sin necesidad de líneas de ensamblaje), fuentes alternativas de energía, transporte de alta velocidad, comunicación satelital. Además ya producimos varias veces más de lo necesario para que incluir a toda la población humana. Hoy no existe ninguna razón “material” – ninguna – para que no podamos eventualmente alcanzar esa utopía, realizar esa hipótesis, en todo el planeta.
Más lejos, porque el modo de producción actual, es decir, el sistema económico-político capitalista que impera en todo el mundo no lo permite. Por un lado, incluso el desarrollo tecnológico y científico que requeriría, a pesar de estar al alcance de la mano, se alargará constantemente mientras no sea “costo-efectivo” en términos de las ganancias de quienes se lucran de él. Por otro, mientras dicho desarrollo no venga acompañado por una reorganización total – política, económica, social e incluso cultural – solo seguirá beneficiando a unas y unos pocos, mientras los demás somos declarados excedentes y empujados hacia la miseria por no tener donde “trabajar” (después de todo, ¿en qué, si todo el trabajo lo harán los robots?).
Ese sistema, el capitalismo, aunque muchos crean que ha sido eterno, tiene apenas cuatro siglos de existencia y tan solo siglo y medio de dominar todo el planeta. En un principio, el capitalismo hizo posible superar los límites materiales que acechaban constantemente a las anteriores sociedades humanas. El afán de perfeccionar los métodos de acumulación de ganancias impulsó (en parte) muchos de los grandes adelantos modernos de la ciencia y tecnología. Atrás quedaron las escaseces cíclicas y epidemias masivas dictadas por la naturaleza que le impusieron fecha de caducidad a tantas grandes civilizaciones.
No obstante, perduran y han surgido otras escaseces, epidemias y males endémicos causados o agravados por el propio sistema, que afectan desproporcionalmente a aquellos lugares que han sido desangrados para aceitar los motores del capital (el mal llamado Tercer Mundo). En aquellas regiones que, por el contrario, se han cebado de esta incesante sangría de recursos de todo tipo (el mal llamado Primer Mundo), tampoco se reparte equitativamente el botín, a pesar de las arduas y a veces sangrientas batallas que se dieron para intentarlo durante el siglo pasado.
Y sin embargo, aunque nos encontramos, como ya dije, al umbral de la posibilidad material de hacer realidad el escenario que describí al comienzo, incluso en las regiones explotadoras (el “Primer Mundo” y sus colonias) hay quien, trabajando, pasa hambre, pierde su vivienda, no tiene acceso adecuado a los sistemas de salud, educación, justicia, y ni hablar de participación efectiva y real en la toma de decisiones. Quien no “trabaja” (o sea, no se desempeña en labores que lucren a otros, sin estar tampoco en una posición de lucrarse a costa de los demás), debe depender a duras penas de familiares, de la caridad, del estado, de la actividad delictiva, o simplemente no sobrevive.
A estas personas se nos reprocha, se nos recrimina, se nos llama “vagos” y “vagas” independientemente de las razones que cada cual pueda tener (incluyendo problemas serios de salud emocional y mental, o de adicción), o de que sencillamente no haya suficientes puestos de empleo en el mercado laboral “formal” e incluso estén desapareciendo con mayor rapidez cada día.
De esta manera, para sobrevivir, para tener un nivel de vida razonable, o simplemente no “ser un vago” ante los ojos de las y los demás (y sobre todo de uno mismo), decenas de millones de personas en todo el mundo acuden diariamente a trabajos, no solo que no les satisfacen, sino que no son en lo absoluto necesarios para la producción y re-producción de las necesidades humanas, que no tienen la más absoluta importancia para la supervivencia ni el bienestar de la especie, ni para otra cosa que para facilitar la acumulación de ganancias de mucho menos del uno por ciento de la población mundial.
Cada día más trabajadores y trabajadoras, con o sin empleo, somos excedentes. Esto incluye a millones de jovenes asalariadas y asalariados en todo el mundo que nunca sabremos lo que es el retiro, la pensión o el Seguro Social, para quienes saltar de un empleo en otro, con hiatos prolongados o semi-permanentes, ya es la única realidad laboral que conocemos.
Sobramos, pues. Sospecho que es una sensación que más de una o uno de mis lectores ha tenido. Sé que yo la he tenido muchas veces en mi propia experiencia laboral. En todo caso, para constatarlo basta con echar un vistazo a las áreas turística de cualquier gran ciudad del mundo.
En Nueva York, por ejemplo, en los alrededores del Empire State Building, merodean cientos de personas con coloridas chaquetas, cada cual de una agencia distinta, preguntando a las y los turistas que pasan si desean subir al tope del edificio. ¿Qué función cumplen estas personas, que no sea capturar rentas (literalmente) para enriquecer a los propietarios de la agencia (ciertamente no es facilitarle la vida a los turistas, a quienes molestan más que otra cosa, y que en todo caso no necesitarían más de una agencia con muchísimos menos empleados)? ¿Qué necesidad social llenan estos “empleos”, para otorgar mayor “dignidad” a quienes los ocupan (sin mencionar a los verdaderos parásitos que habitan las cúpulas de las grandes empresas financieras), que a las y los “vagos” que no?
Renta no es lo mismo que ganancia, claro está. El rentismo es un aspecto del capitalismo que a mi juicio no se ha estudiado lo suficiente, y que ha adquido gran importancia en su fase actual. Pero independientemente de estos detalles, la relación salarial de explotación mantiene una centralidad absoluta para el sistema. Contrario a lo que a menudo se profesa, la “ventaja” económica principal del capitalismo como sistema no es el incentivo a competir y a innovar, sino la coerción: obligar a la mayoría a “trabajar” para sobrevivir.
Pero si esa fórmula secreta de explotación coercitiva en algún momento coincidió con la innovación y la productividad humana real, hoy su resultado es diametralmente opuesto.
Toda esa capacidad, todos esos cerebros y esas manos que pudiesen estar al servicio del desarrollo y bienestar de la especie humana, desperdiciados por el imperativo de trabajar en cualquier cosa que aparezca (y eso sin contar los que acaban la adicción o a la actividad criminal, por razones relacionadas). A la misma vez, absolutamente ninguna innovación o desarrollo con significado real para el futuro de la humanidad, que no sea costo efectivo para sus amos financieros, puede florecer en el desierto del capital.
Otra sería la historia, si nuestros recursos y energías comunes – es decir, si los frutos de nuestros esfuerzos comunes – se destinaran, no a flotar líquidamente alrededor del mundo, de una cuenta de inversión en otra, o a engrosar las cuentas personales y dividendos de quienes las controlan, sino a desarrollar esas capacidades invirtiendo en educación y otras necesidades básicas, así como en investigación y desarrollo al servicio de todas y todos, de manera que, gradual pero equitativamente, cada cual pudiese dedicarse libremente a lo que deseara.
Si todo esto suena “utópico”, es porque, como dije al principio, lo es. Es una hipótesis por verificar. Pero lo que algunos llaman utopía no es otra cosa que el trabajo de la imaginación, esa capacidad humana que nos distingue del resto del mundo animal y que nos permite alcanzar más allá de nuestra miserable y solitaria realidad, el verdadero “motor de la historia” que aveces se torna violento, solo porque la realidad miserable, esa que se quiere vencer, es violenta.
Si suena “comunista”, es porque también lo es. La historia atroz del siglo veinte, que en cierta forma es la historia del fracaso de primeros los intentos por construir el socialismo, y eventualmente el comunismo, es a la misma vez la historia de la lucha desesperada y violenta de cientos de millones de seres humanos contra los intentos de hacerlo fracasar por la fuerza. Pero también es la historia del fracaso del capitalismo como modo de vida humana. Hoy solo queda un cadáver animado por su hambre insaciable de vidas que devora, transformándolas en excreta de lucro y ganancia.
Ese zombie nunca morirá solo. Para matarlo, hay que re-descubrir esas utopías o hipótesis que nos han tronchado, para que con la violencia del deseo por una vida digna y libre en común, nos impulsen a luchar contra aquello y aquellos que lo impiden, asumiendo y asimilando las lecciones de todos los fracasos pasados para evitar repetir su destino.