La corrupción como entretenimiento

| Publicado el 20 julio 2020

Todas las cosas tienen dos asas. Cuídense de la falsa.

Augusto Roa Bastos

Como la corrupción es un mecanismo para apropiarse por cualquier vía de los fondos públicos, resulta evidente entonces que las privatizaciones que nos han atosigado (salud, autopistas, aeropuerto, la AAA en su momento, ahora la AEE, y en el futuro según se perfila, la UPR y la educación pública) son medios idóneos para saquear al pueblo y que impere la impunidad. Hay otros recursos “en ley” que caen en el mismo saco: el cobro de la deuda, el negarse a auditar la misma, y las negociaciones desfavorables al pueblo, como la de los acreedores de COFINA. 

Con la privatización se le otorga carácter de legalidad a la corrupción. Además con la ley PROMESA y la Junta de Control Fiscal, aparte de restregarnos en la cara nuestra humillante condición de colonia, se impone la corrupción con el ropaje del pago inaceptable de la deuda canalla. Si no logramos ver esto, denunciarlo y combatirlo, quienes se lucran con los dineros del pueblo seguirán saliéndose con la suya y perpetuando su infamia.

Los sectores poseedores de las riquezas, sus gobiernos y sus medios masivos de comunicación, cada cual a su manera y ritmo, participan de, nos hacen partícipes (a la fuerza) de, y nos habitúan a la corrupción. En las últimas décadas, la cantidad de actos conocidos de corrupción de funcionarios gubernamentales es abrumadora, lo que provoca una actitud de derrotismo con su efecto inmovilizador en la ciudadanía. Y aun así, cada acto de corrupción descubierto nos enardece por lo afrentoso y nos agobia por lo repetido. Poco a poco la corrupción ha cubierto a nuestro país como una inmensa nube de peste, de tal forma que de tanto experimentarla nos hemos casi acostumbrado y la aguantamos sin mucho chistar. Cuando un nuevo azote de la pestilencia se revuelca, nos impacta hasta que se vuelve a normalizar, y así hasta el próximo ramalazo. 

La corrupción usa muchos paños y se tapa con lo que puede. 

Llama la atención que cuando el pueblo se entera de que algún funcionario del gobierno es cogido en pifia, se reclama justicia y se pide su cabeza. Prácticamente y de forma casi unánime se le declara culpable hasta que la persona imputada pruebe lo contrario, lo cual rara vez ha ocurrido en Puerto Rico. Sin embargo, cuando el acto de corrupción para saquear los fondos del pueblo se recubre de legalidad, se produce un “shock” generalizado; nos achantamos como pueblo ante su supuesta inevitabilidad y lo toleramos sin más. Los cuestionamientos, las denuncias y los reclamos desde la calle no logran elevarse y trascender hasta convertirse en una fuerza que detenga el pillaje y la iniquidad.

Cada acto de corrupción de cualquier funcionario del servicio público – de alto, mediano o bajo nivel- es un golpe traidor y egoísta a las posibilidades de disfrutar de servicios y beneficios necesarios para los sectores más pobres y frágiles y para la clase trabajadora. Pero la magnitud del despojo que significaron y siguen significando las privatizaciones que nos han endilgado, y el empeño en pagar la deuda impagable con tal de aumentar la bonanza económica de los millonarios acreedores, marcan y marcarán por décadas a varias generaciones de puertorriqueñas y puertorriqueños con el signo de la necesidad y la miseria.

La corrupción tiene muchas caretas pero es un solo personaje.

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