En una de las tirillas de Mafalda ella aparece en los primeros cuadritos disfrutando mientras se eleva de un lado a otro en un columpio; en el último recuadro Mafalda aparece deteniendo con sus pies el columpio y dice algo como “tan pronto uno pone los pies en la tierra se acaba la diversión.” Imagino a Miguel leyendo y sonriendo por el ingenioso juego de palabras e imágenes, pero negando con la cabeza al pensar que Mafalda se equivoca. Mafalda, quien normalmente percibe la realidad ajustándose a los males que agobian al ser humano: la pobreza rayana en la miseria y la guerra por un lado, y la ignorancia y la indiferencia por otro. Pero en esta tirilla Mafalda concibe la enajenación como una solución, o peor, la solución para los que se percatan de que muchas cosas andan mal a nuestro alrededor y no están en la disposición de denunciarlo, de enfrentarlo. La mirada que Mafalda le echa al mundo en esta ocasión no es crítico realista como suele ser su costumbre, es eminente y tristemente impotente, derrotista. Y aquí es donde Miguel, aparte de disfrutar la ironía del comentario de Mafalda, lo rechazaría porque iría en el camino, en la línea opuesta a la que su visión de mundo, a su moral humana, obrera y socialista le imprimieron a su existencia. Miguel era un ser optimista, rabiosamente optimista. Estaba hecho, marcado y definido por el optimismo. Un optimismo fundamentado en sus convicciones. Miguel tenía su fe puesta en las demás personas, en la capacidad del ser humano para entender, tarde o temprano, y usualmente a sangre y fuego, la necesidad de transformar, de revolucionar los entuertos de la realidad de los mortales. Pero, claro, no de todas y todos, sino de los que históricamente han quedado al margen del poder, de la riqueza, del disfrute de lo que debiera ser común para cada uno, cada una de las personas.
Miguel, contrario a Mafalda y a tantas otras personas, estas sí de carne y hueso, sabía que poner los pies en la tierra era y es el comienzo de un largo, intenso y aparentemente inacabable viaje. Un viaje que conduciría al iniciado a poner en su mirilla la consecución de un mundo distinto y evidentemente transformado en uno mejor, indudablemente mucho mejor. Es decir, sin las maldades que ha sufrido y sufre una inmensa mayoría provocada por una miserable minoría, por una minoría miserable. Poner los pies en la tierra significa para Miguel vislumbrar el cese de la historia, de la trayectoria que hasta ahora ha resultado ininterrumpida y que echa por tierra, que desmorona lo de que ‘no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista’ porque la miseria, la impotencia, la degradación humana, el muy complejo y horrible mal sobrevivir de generaciones y generaciones, se han repetido sin cesar por siglos.
Esta manera de ver y vivir su vida le trajo a Miguel adversarios y enemigos que él detectaba en muchos lugares, no por paranoico o por desajustado, sino porque la presencia de esos rayaba en la omnipresencia: algún patrono, público o privado, que pretendía arrebatarles derechos a los obreros o mantenerlos sin ellos; algún contratista o desarrollador que atentaba contra la naturaleza y nuestras comunidades; o el gobierno, esbirro o testaferro de los anteriores, que pretendiera crear una ley para suprimir, para reprimir al pueblo o a un sector de éste. Miguel sabía que su enemigo de clase merodea, espera, busca, provoca y crea la ocasión para dar el zarpazo y posesionarse de lo poco que aún es nuestro.
Miguel, siempre con los pies en la tierra, soñaba con una revolución, soñaba y trabajaba en pos de una alteración total de lo vigente, e iba pasito a pasito, paso a paso, dando golpes llenos de aspereza y recibiéndolos, era inevitable, y pregonando golpes de entusiasmo, de esperanzas, de posibilidades. Porque Miguel además sabía, tenía la profunda certeza de que aquella mujer, de que aquel hombre que en un momento dado se había indignado y había enfrentado al poder y al control en cualquiera de sus manifestaciones, que esa mujer, que ese hombre son un haber para el país, para la lucha, para la revolución. Miguel lo concebía como una ganancia imborrable, o inextinguible, aunque por momentos pareciera que se esfumaba en el devenir. Él lo tomaba como algo latente que retoñaría, que saltaría en cualquier instancia en que la lucha se presentara o arreciara nuevamente. Si alguien daba esos dos pasos al frente en una situación dada, por leves o etéreos que resultaran, aunque luego retrocediera cinco, él tenía la convicción rotunda de que el germen, la simiente estaba allí y que de alguna manera volvería a brotar. Miguel tomaba todo esto como una ganancia y grande, porque para Miguel no había derrota total, las derrotas no conllevan un arrasamiento, no es como un empezar de cero otra vez, de la nada, así lo veía y lo tomaba él.
Las derrotas, que las padeció, y constantes, las derrotas como escombros, no impedían su paso o le impedían ver lo que había más allá. Miguel simplemente convertía esos escombros en un promontorio sobre el que se elevaba para entender qué, cómo, por qué había ocurrido. A su misma vez le permitía mirar al frente y determinar qué hacer.
Otro aspecto importante, pero que no agota la contribución de Miguel a este país y a su transformación, es que a la vez que Miguel hacía suya una causa era incapaz de abandonarla. Miguel no sabía o no podía, no quería dar marcha atrás, una vez metido en el agua llegaría hasta la orilla vencido o vencedor. Curiosamente, no por afán de protagonismo – tan común- ni por soberbia o testarudo, cabezón o iluso. Es más simple. Su vida y sus decisiones se regían por unos principios, por unas convicciones que parecían estar más allá de lo obvio y de ahí la extrañeza de que para tantas personas lo que determinara y realizara Miguel tuviera destellos de irracionabilidad o testarudez.
Y es que en lo tocante a alguna injusticia, con una víctima colectiva o individual, resultaba en Miguel como un resorte, como un impulso irrefrenable que lo colocaba de frente, o de lado, donde fuera, para enfrentarla, para solidarizarse. Miguel por momentos era egoísta, hacía cosas con algo o mucho de interés personal. Y es que para él todo acto cometido en contra de un sector obrero, de una comunidad o del país era ocasión de pescar en río revuelto. Si esas personas afectadas estaban dispuestas a la lucha, a exigir justicia, a reclamar derechos, ahí Miguel veía la ocasión inmejorable, insustituible e insuperable de aleccionar, de educar, de organizar al que tuviera al alcance de su palabra, de su acción. Era la oportunidad del trabajo del revolucionario. Era la situación idónea, el momento esperado para iniciar los cimientos, la zapata, por endeble que luciera, para que una persona pudiera unirse a la lucha transformadora, a ese proceso revolucionario para subvertir el desorden, desorden causado por un sistema económico destructivo, avasallador, un sistema que como un río crecido y revuelto que arrastra, y que asolará, al que encuentre a su paso a menos que sean de los que están asidos, duramente agarrados al peñón del dinero y del poder.
No pretendemos hacer una sarta de loas a Miguel para realzar su figura, de crearle un monumento, de decir lo maravilloso que fue y sigue siendo, obviando sus miserias. La intención es darle una explicación al fenómeno Miguel Báez, a la forma de ver y vivir el mundo que poseía Miguel. Miguel daba la impresión en ocasiones de ser una persona de otro espacio por lo raro que nos podía parecer su proceder, pero es que si pudiéramos resumir, si pudiéramos, y entender el cómo, para qué, por qué vivió su tiempo, tendríamos decir que Miguel poseía una moral de vida que a su vez lo poseyó a él, una moral eminentemente humana y por tanto, para él, arraigadamente socialista por lo que implica y le atañe: la consecución de un sistema de igualdad y solidaridad, de justicia verdaderas y perdurables.
*Este escrito fue presentado originalmente en los actos de homenaje por el natalicio del compañero Miguel Báez Soto el 27 de septiembre del 2014