| Publicado el 4 agosto 2017
El 17 de julio de 1917, un periódico de la capital del Imperio ruso llevó una portada curiosa. Arriba el encabezado anuncia que se trata del órgano del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso; es el periódico de una de sus facciones. Aparece también el nombre del periódico: Pravda, “la verdad”. Lo inusual de la portada ese día es que, a pesar de que en las calles de Petrogrado (hoy San Petersburgo, alguna vez Leningrado) los obreros se sublevaban, el periódico no hace referencia al alzamiento. En donde iría la posición del Partido Bolchevique sobre las “Jornadas de Julio”, como se conoce esa intentona de revolución, hay un espacio completamente en blanco.
En su October, publicado apropiadamente en el año del centenario de la Revolución rusa, el escritor inglés China Miéville le saca punta a este hecho insólito. De este espacio en blanco, nacido de la indecisión e incapacidad de la dirección del partido para ponerse de acuerdo frente a eventos que se les adelantaban, saca lo que es su planteamiento fundamental sobre la Revolución de Octubre; evento que rebasó las palabras en su momento y lo continúa haciendo en su centenario:
«For those who cleave to it, a paradox of actually existing revolution is that in its potential for utter reconfiguration, it is, precisely, beyond words, a messianic interruption – one that emerges from the quotidian. Unsayable, yet the culmination of everyday exhortations. Beyond language and of it, beyond representation and not.»
Con su subtítulo, este libro anuncia que contiene el “relato” o “cuento” (story) de la Revolución rusa. Pero no se trata de una novela histórica. El problema es que el autor, China Miéville, que se dedica a escribir ciencia ficción, narra los hechos y eventos de 1917 con una soltura tal que uno creería estar leyendo una novela. El otro problema es que lo que ocurrió ese año en sí rebasa la imaginación–un punto que constituye el corazón del argumento sobre la importancia histórica de esta Revolución. El intento de poner en palabras lo indecible de ese proceso revolucionario, de representar en un libro lo que la Revolución aun guarda de evento casi místico es una tarea dolorosa: ¿quién se aferra aún a la revolución “realmente existente” y posee el valor de enfrentarse a sus paradojas?
En su reseña de este libro, titulada “What’s Left?”, la historiadora Sheila Fitzpatrick, con un poco de añoranza e ironía, se pregunta si ante el consenso de la historiografía en torno a la Revolución – concentrado en la sangrienta tragedia y eventual fracaso del proceso – no debería alguien escribir una historia motivada por el “entusiasmo revolucionario”. Para Fitzpatrick, Miéville ha escrito ese libro. Pero hay algo más que entusiasmo en estas páginas. En el siglo XX los historiadores comprometidos con el movimiento comunista escribieron decenas de relatos entusiastas. Crearon una narración/lugar común de 1917.
El relato, según lo cuenta Miéville es entusiasta, pero más que entusiasta revela un respeto o incluso temor, en el mejor sentido religioso de la palabra, ante la Revolución. Ese temor, cabe apuntar, no se traduce en idolatría: Lenin aparece como un genio político, ya que lo fue, pero no como una fuerza histórica infalible, no se esconden sus fallas ni su sectarismo implacable; los bolcheviques no son representados como el partido de la Historia sino como una fuerza política más que aunque crucial, se equivocó, vaciló y, sí, hasta cambió de opinión multiples veces.
El respeto que Miéville demuestra por la Revolución nace de una apreciación de que Octubre representa, realmente, un rompimiento fundamental en la lógica de la historia humana. Recientemente, el filósofo francés Alain Badiou, que no es ajeno a la exageración cuando es pertinente, ha descrito la Revolución rusa como “la primera victoria, en toda la historia de la humanidad, de una revolución post-Neolítica”, siendo la revolución Neolítica (que dio pie a cimentar división de géneros, a la creación de las clases sociales y al nacimiento del Estado) la única revolución previa que merecería el nombre. Badiou y Miéville están de acuerdo en la novedad, inesperada y sin precedentes, que representa esta revolución: por eso ponerla en palabras se hace tan difícil. Más todavía cuando uno se enfrenta a su complicado legado. Desde el punto de vista del siglo XXI, después de las derrotas y tragedias del pasado, pensar en lo que fue, es y podrá ser la revolución es, como indica Miéville, doloroso.
En 1917, el Día Internacional de la Mujer Trabajadora se celebró en Rusia el 23 de febrero. Ese día, tras varias semanas de huelgas y agitación, 90,000 personas descendieron sobre las calles del centro de la capital del Imperio ruso, sumido desde hace tres años en la sangrienta guerra que desafortunadamente hoy llamamos la “Primera”. Ese día, sin embargo, no sólo se dieron paros y marchas, sino que hubo un cambio transcendental en las consignas tras las que marcharon las y los trabajadores. Hasta entonces las protestas se habían desarrollado como la canción de Violeta Parra: “los hambrientos piden pan, plomo les da la milicia”. Pero el Día Internacional de la Mujer añadieron dos consignas a la del pan: fin a la guerra y fin a la monarquía.
Desde ese momento en adelante no hubo marcha atrás. Los disturbios y protestas en Petrogrado desarticularon el gobierno, ya de por sí disfuncional. La represión no logró detener la escalada de las protestas. El Zar, por su parte, se retiró de la ciudad a dirigir la guerra desde su estado mayor como si fuera un juego de ajedrez. Ni siquiera se dignaba en responder los mensajes cada vez más alarmados de sus ministros, cada vez más rodeados.
El zarismo se desplomaba. En su lugar no surgió una sino dos estructuras de poder alternativas. Esto dio pie al surgimiento de una situación que ha sido llamada, “engañosamente” en palabras de Miéville, “poder dual”. El 27 de febrero nacieron dos cuerpos que definirían el ’17 pre-octubre: de un lado, el Comité provisional de la Duma (parlamento), formado luego de que el zar disolviera el parlamento; del otro, el Sóviet de Petrogrado, un consejo formado por representantes de los trabajadores y soldados de la capital, creado a imagen y semejanza del consejo que había dirigido la revolución fracasada de 1905. Ambos cuerpos se instalaron en alas opuestas del Palacio Táuride y ambos “compitieron” por el poder; aunque durante la mayor parte del año, el Sóviet intentó continua y fallidamente delegar y reconocer al Comité provisional autoridad de gobierno, especialmente luego de la abdicación de Nicolás II y el rechazo de la corona por su hermano.
De hecho, la reticencia del Sóviet a tomar el poder fue prodigiosamente patética y dio lugar a uno de los momentos más increíbles de 1917. En el punto culminante de las Jornadas de Julio, una masa de obreros y soldados tomó el Palacio Táuride y uno de estos, agarrando a Chernov, ministro en el gobierno provisional y como miembro del Partido Social-revolucionario (SR) nominalmente partidario del Sóviet, le gritó legendariamente: “Toma el poder, hijo de puta, cuando se te entrega!” Pero el Sóviet, controlado por mencheviques y SR, no tomó el poder; y Chernov solo se salvó de que lo lincharan porque Trotsky lo sacó de en medio de la muchedumbre.
En lo que respecta al poder dual, Miéville deja claro de que lejos de ser un objetivo estratégico se trataba de una situación altamente indeseable. Paradójicamente, la consigna “¡Todo el poder a los sóviets!” se articuló, en cierto sentido, en contra del Sóviet; al menos hasta que los bolcheviques lograron la mayoría en octubre. Sin embargo, he aquí una de las contradicciones de la revolución: ¿quién toma el poder en octubre? ¿el partido bolchevique como representante de la clase obrera o los sóviets, órganos participativos del poder de obreros, soldados y campesinos? Formalmente, la proclama revolucionaria del 25 de octubre (6 de noviembre) se hizo en nombre de la Comisión Revolucionaria Militar del Sóviet de Petrogrado; la disolución del Gobierno provisional fue anunciada por Trotsky como presidente del Sóviet a las 2:35 pm; y la proclama de la revolución socialista fue aprobada el 25 en el Segundo Congreso Nacional de los Sóviets. Sin embargo, es innegable que Octubre dio lugar a una situación de dualidad cuyo final fue trágico: el poder soviético y el poder del Partido no podían ser lo mismo. La intríngulis, desafortunadamente, la resolvió la subsiguiente guerra civil al cabo de la cual sólo quedó el Partido.
Independientemente de esta contradicción histórica, Miéville no cae en la trampa ni de endiosar al pueblo ni de disolverlo en el partido. Una de las cualidades más positivas de October es lo bien que Miéville representa al pueblo ruso como un actor autónomo, enérgico, dinámico, que en 1917 realmente tomó la historia en sus propias manos. Desde las mujeres que reclamaron el fin de la guerra en febrero hasta las muchedumbres que se le adelantaron a los bolcheviques en julio, pasando por las milicias y soldados que montaron barricadas y detuvieron trenes espontáneamente para defender la capital de la intentona golpista del general Kornilov, Miéville cuidadosamente reconstruye las acciones colectivas de un pueblo que no se limitó a moverse detrás de un puñado de líderes. Demasiados recuentos de la Revolución pecan de adular al pueblo para remitirlo a una masa amorfa e indefinida, un mero derivado cuya existencia careció de sentido político histórico hasta que sus voluntades dispares se fundieron en la de su preclaro liderato histórico. En este libro, ni la clase trabajadora o los soldados, ni las mujeres o los campesinos, son peones en el ajedrez del desarrollo inevitable de la historia.
En vísperas de la Revolución, Lenin no se encontraba en la capital. La dirección del Partido le había ordenado mantenerse clandestino en Finlandia, entonces parte del Imperio. Desde su llegada en abril, Lenin había representado un dolor de cabeza para la dirección bolchevique. Su planteamiento de que con la revolución de febrero se aceleraba el tiempo histórico y Rusia estaba lista para una revolución socialista, no democrático-burguesa había dejado a muchos atónitos. No entendían que 1917 fue una colección de “días en los que se comprimen 20 años”, como diría Marx. Más aún, desde finales de septiembre Lenin instaba, cada vez con más fervor, al Partido a actuar. Las condiciones estaban cambiando y la ventana de posibilidades se cerraba: el Gobierno Provisional intentaba afianzarse en el poder, estableciendo una continuidad burguesas a la monarquía. Nadie lograba terminar la guerra. Si no se hacía algo rápido, las fuerzas verdaderamente revolucionarias, que representaban un rompimiento con la historia capitalista, se disolverían.
En vísperas de la Revolución, mientras los miembros de las Comisión Militar del Sóviet de Petrogrado, siguiendo las órdenes de Trotsky, se aprestaban en puntos claves de la capital y los remanentes del gobierno burgués intentaban un último respiro, Lenin dejó su escondite. Pero al llegar a la sede del Partido, de incógnito, no pudo entrar: los guardias no permitían seguir. Una multitud demandaba entrada y eventualmente se hizo paso. Dejándose empujar por la masa, un Lenin disfrazado logró entrar y llegar a donde se reunía el comité central: había llegado la hora.
En la mesa de la casa donde se escondía, Lenin había dejado una nota para la compañera que le servía de anfitrión: “He ido a donde no quería que fuese”.
Esa frase, que Miéville subraya en varias ocasiones, recoge lo que es propiamente el sentimiento revolucionario. Ir a donde no se quiere que se vaya. Eso hizo la Revolución, tanto en su momento más luminoso, como al perderse en la oscuridad.
Reseña: China Miéville, October: The Story of The Russian Revolution (Londres: Verso Books, 2017), 369 pp.